R. Díaz Maderuelo - J. M. García Campillo - C. G. Wagner - L. A. Ruiz Cabrero - V. Peña Romo - P. González Gutiérrez

Infanticidio

R. Díaz Maderuelo - J.M. García Campillo - Carlos G. Wagner

Probablemente el infanticidio, sea por abandono, descuido, maltrato o violencia hacia niños con resultado de muerte, es una práctica humana universal. Con los datos etnográficos y etnohistóricos disponibles resulta difícil intentar demostrar esta afirmación, debido a la renuencia que muestran muchas sociedades a informar sobre esta clase de episodios, así como a la repugnancia que siente un crecido número de investigadores (occidentales) a indagar acerca de ellos. Aun cuando deben existir grupos humanos que no tendrían empacho alguno en describir la manera en que se libran de los hijos no deseados, la fuerte sanción jurídica, social y moral que impera en la dominante cultura occidental contra este tipo de homicidios, lleva a los informantes a escatimar o falsear los testimonios, en el caso de que sean preguntados específicamente.

De esta situación se desprende una segunda afirmación de probable carácter universal relacionada con el infanticidio: en un gran número de casos, tal práctica no se lleva a cabo sin que suponga un cierto o elevado coste emocional y un efecto psicológicamente negativo. Aunque no podemos entrar aquí a discutir -ni a intentar fundamentar- esta segunda afirmación, lo cierto es que el infanticidio se reviste frecuentemente de una serie de justificaciones, ritualizaciones y otros recursos ideológicos encaminados a intentar paliar o sobreseer el presunto perjuicio emocional mencionado antes.

Es precisamente este equipamiento ideológico el que en muchas ocasiones no nos permite discernir hasta qué punto determinadas prácticas homicidas dirigidas contra miembros de la propia sociedad -en el caso de este estudio, el sacrificio infantil - deben considerarse originadas por la misma causa que provoca el infanticidio (eliminación de hijos no deseados), o bien pertenecen a una esfera distinta del comportamiento humano.

Existen distintos tipos de infanticidio:

1. Infanticidio abierto o manifiesto, cuando la agresión, del tipo que sea, no es en modo alguno disimulada.
2. Infanticidio encubierto, cuando la agresión es ocultada o disimulada
3. Infanticidio preferencial, cuando actúa preferentemente sobre uno de los dos
sexos, generalmente el femenino.

Una primera oposición destacable puede establecerse a partir de la valoración otorgada a los niños maltratados, descuidados, abandonados o asesinados en función de que sus cualidades físicas, mentales o morales, sean consideradas deseables o no, por parte del agente o los agentes del infanticidio. En el primer caso suele tratarse de prácticas clasificables como sacrificio infantil, que define una subcategoría del sacrificio humano. En segundo lugar se trata del infanticidio en sentido estricto.

La segunda oposición significativa tiene que ver con el ámbito en que se produce la acción, que puede ser privado, o público. El maltrato y el descuido suelen ejercerse en ámbitos privados o íntimos, mientras que los rituales de sacrificio se realizan en espacios públicos o semipúblicos. En lo que concierne al ámbito privado de la acción de maltrato infantil, es evidente que la práctica implica para el autor de los mismos un cierto sentimiento de culpa que no logra, sin embargo, evitar la acción, pero que necesita ampararse en el ámbito de lo privado. Esto justifica el hecho de que en sociedades como la nuestra, donde el maltrato infantil es legalmente perseguido y socialmente detestado, son frecuentes los casos en que ante la falta de espacios suficientemente asilados, el agresor aumenta previamente el volumen de un receptor de radio o televisión para ocultar los gritos y el llanto del menor maltratado, Muy al contrario, en rituales públicos o semipúblicos de sacrificio no parece ser necesario ocultar los signos de dolor de la víctima, pues el sentimiento de culpa del oficiante no existe, o está muy atenuado, sin embargo también en estos casos suele evitarse la expresión de llantos y gritos por el empleo de sustancias que alteran la conciencia de la víctima y, frecuentemente, por el establecimiento de una distancia ritual entre ésta y los asistentes a la ceremonia que, entre otras cosas, evita la percepción nítida del dolor.

El carácter individual o colectivo de la acción también ofrece una posibilidad de contrastar significativamente las prácticas infanticidas. La mayoría de los casos de maltrato en ámbitos privados parece tener un carácter individualizado. Por su parte, los sacrificios colectivos casi siempre se remiten al plano mítico o literario (eliminación de los primogénitos egipcios por intervención divina, matanza de los inocentes por imposición del poder político, etc.), pero no faltan testimonios de infanticidio grupal ritual en sociedades de la Antigüedad e incluso en la actualidad pueden documentarse casos de eliminación colectiva de menores abandonados, sea por intervención policial o por ajustes de cuentas entre bandas rivales de delincuentes.

Otras distinciones importantes se refieren a la preferencia por uno u otro sexo en la práctica del infanticidio. En términos generales existe documentación referida a una mayor frecuencia en la eliminación de niñas, pero recientes estudios como el expuesto en el documento El maltrato infantil en México, muestran una preferencia por la eliminación de varones

El estudio del infanticidio, pese a su amplio interés (Hausfater, 1984), ha sido frecuentemente descuidado por los investigadores de la Antigüedad, no tanto por problemas de documentación, que realmente existen, cuanto por una perspectiva poco idónea que responde a determinadas ideas de índole teórica y metodológica. Así, la presunción ampliamente asumida de que altas tasas de mortalidad infantil que caracterizaron las sociedades antiguas, harían innecesaria la deliberada práctica del infanticidio como método eficaz de regular el crecimiento de la población, no ha tenido en cuenta la realidad de una natalidad también mayor, lo que hace a las sociedades preindustriales recurrir frecuentemente a una forma u otra de infanticidio (Peyronnet, 1973; Trexler, 1973; Langer, 1974; Eng y Smith, 1976; De Mause, 1982; Harris y Ross, 1991)

El infanticidio actúa muchas veces como una respuesta a las presiones de base eco-demográfica, así como a las situaciones de extrema pobreza. Cuando la documentación del mundo antiguo es analizada desde un enfoque teórico y unos criterios metodológicos pertinentes, lo que ocurre en no muchas pero si fructíferas ocasiones (Tam y Griffith, 1969: 74ss.; Angel, 1972: 100; Picard, 1982: 162ss.; Stager y Wolf, 1984; Pomeroy, 1987: 86; De Ste. Croix, 1988: 127; Lipinski, 1988: 159ss.; J. Carcopino, 1989: 110-11; Lemer, 1990: 141 y 296; Garmsey y Saller, 1991: 163ss.), su existencia queda completamente confirmada.

Los argumentos de los detractores del infanticidio descansan, sobre todo, en que la mortalidad infantil por causas naturales era ya lo suficientemente elevada como para no precisar de más muertes adicionales provocadas, ya que entonces el riesgo inmediato era el de la despoblación (Engels, 1980). En realidad no resulta difícil rebatirlos (Harris, 1982). Silencian que, si la mortalidad infantil por causas naturales era realmente alta, también lo eran las tasas de fertilidad por lo que los nacimientos eran numerosos. Si la mortalidad infantil era tan alta y no se encontraba contrarrestada por una fertilidad igualmente alta, entonces ¿para que recurrir al aborto provocado y a diversos métodos anticonceptivos más o menos eficaces que sabemos fueron empleados en Oriente, Egipto y el mundo greco-romano? (Preus, 1975: 251 ss; Eyben, 1980-1; Pangas, 1990). Por supuesto, tampoco tienen en cuenta la capacidad de las sociedades antiguas de regular el tamaño de la población mediante procedimientos culturales pues comparten con los demógrafos conservadores "la hipotesis no operacionable de que la existencia de un régimen de fecundidad culturalmente controlado depende de un cálculo deliberado y consciente de un número explícitamente pretendido de hijos deseados. El origen de esta hipótesis se halla en idealizaciones etnocéntricas, y especialmente eurocéntricas, del comportamiento de sociedades "progresivas" posteriores a la transición demográfica, en comparación con el comportamiento reproductivo de sociedades "atrasadas" pre-trasnsicionales. Se considera que las sociedades post-transicionales que practican generalizadamente el control de los nacimientos son las únicas que tienen la capacidad de hacer cálculos racionales acerca del número óptimo de hijos que crían. En consecuencia, los indicios del empleo de toda una gama de procedimientos culturalmente modelados que tienen el efecto demostrable de controlar la fecundidad en sociedades no cotraceptivas -el aborto, la abstinencia, la lactancia- son categorialmente degradadas a la condición de de conductas cuyo "objetivo" nada tenía que ver con el control de la fecundidad, y que en consecuencia no podía ser verdaderamente un control auténtico de la fecundidad en su pleno sentido noble e idealista" (Harris y Ross, 1991: 25 ss). La misma razón se utiliza para no contemplar los efectos del infanticidio sobre la fecundidad con lo que se la e vincula exclusivamente con la mortalidad. Olvidan, por lo mismo, que ante constricciones concretas la gente puede y tiende a adoptar decisiones destinadas a preservar su situación e impedir que ésta empeore sin tener necesariaente presente un calculo de los resultados a medio plazo en el contexto más amplio de la sociedad en la que vive.

Además de los documentos explícitos, hay suficientes datos históricos, demográficos, ecológicos y antropológicos que indican que las elevadas tasas de mortalidad infantil detectadas, y atribuídas a causas naturales, ocultan en realidad, como ha ocurrido en otras épocas y otros lugares, la práctica del infanticidio, encubierto o no, o de conductas culturalmente pautadas con un claro objetivo antinatalista (Freeman, 1973; Harris, 1978: 61ss.; Wrigley, 1985: 44ss. y 125ss.; Harris y Ross, 1991: 83ss.). Sólo de esta forma se puede llegar a entender la frecuente desproporción entre los grupos de edades y sexo a favor de los varones, cuando una documentación suficientemente amplia, como la que poseemos para Grecia, nos pemmite atisbar estos aspectos en el interior de una sociedad antigua.no muy abundantes.

Por ejemplo, a los antiguos griegos les resultaba consustancial con la naturaleza femenina alimentar a las niñas recién nacidas en mucha menor medida que a sus hermanos varones (Lacey, 1968, pág. 165), con los subsiguientes riesgos ocasionados por las patologías propias de la primera infancia. No se trataba para ellos de un descuido sino de una conducta absolutamente normal según su formulación de lo que era "natural" en este caso. En Mesopotamia, donde la preocupación por lo problemas derivados de la presión demográfica se manifestó muy pronto (Kilmer, 1972), se solían atribuir las muertes prematuras y tempranas a la acción de determinados "demonios", como Pazuzu o Lamashtu (Leichty, 1971), lo que dejaba un amplio margen para encubrir cualquier actitud que incidiera de forma más o menos directa en acortar la vida de los recién nacidos o en impedir que nacieran. Todo ello en unos ambientes culturales que, tanto aquí como allá, se caracterizaban por una sensibilidad muy distinta hacia la infancia e incluso por una absoluta ausencia de la misma, lo que se concretaba frecuentemente en una falta de atención y de estima (Peyronnet, 1973) que puede resultarnos difícil de comprender. La cuestión se complica, por tanto, por un problema añadido de mentalidad que nos impide enjuiciar correctamente al proyectar nuestros valores sobre la infancia a realidades con las que no se corresponden. Nuestros modelos de comportamiento caracterizados por la protección, la estima y la ternura no son sino adquisiciones históricamente recientes que no deben hacernos olvidar las palabras de uno de los más sobresalientes especialistas en historia de la infancia cuando afirma que: "la historia de la infancia es una pesadilla de la que acabamos de despertar hace poco" (De Mause, 1982: 15).

Nuestra mentalidad actual actúa muchas veces como una barrera considerable para admitir tales cosas, pero en el mundo antiguo, tanto en el ámbito oriental como en el grecorromano, según se desprende de sus escritos literarios, filosófico y jurídicos, las prácticas, como el aborto, destinadas a actuar negativamente sobre la fecundidad impidiendo los nacimientos, eran condenadas no por considerárselas un crimen contra la vida, sino por constituir un atentado contra la autoridad patriarcal, al privar al padre de una descendencia sobre la que tenía muy amplios poderes, de vida y muerte en el caso de la patria potestas del padre romano, e impedirle ejercer una decisión, si se permitía vivir o no al recién nacido, que era única y exclusivamente suya. Como ha señalado K. A. Lee (1994, p. 73): “Modern society also has a sentimental ideal of children and parenthood. Scott (1992) demonstrated that advertising has created a stereotype, an idealisation of the infant that dominates our conception. The Christian symbolism of the baby Jesus as a cherubic innocent is a powerful image. Though infants embody potential cultural contradictions- blissful: disruptive; helpless: powerful; innocent: sinful; passive: manipulative- archaeologists do not fully examine the role and symbolic image of the infant (Scott 1992, 82). Nor is society prepared to examine the more negative connotations of infants. It is because of this reluctance that ritual infanticide cannot be studied objectively as a cultural survival mechanism, an adaptation through religion in which it may be socially effective to kill young children. Moreover, it beems particularly difficult to understand a society for whom infanticide becomes a institutionalised public ritual”.

La Antigüedad conoció diversas formas de prácticas infanticidas, siendo la más común en el ámbito griego y romano, el abandono de los niños, o expositio. En este sentido la comunidad dejaba hacer a los partículares, muy al contrario de lo que sucedía en el Próximo Oriente y Egipto, donde los poderes centralizados del palacio y los santuarios tenían una poderosa capacidad para inmiscuirse en la esfera de las decisiones privadas, regulándolas.

Argumentar, como se ha hecho (Boswell, 1984: 13 ss) que el abandono de los niños constituía un método de extraerlos de la familia, no de la vida constituye, cuanto menos, un sarcasmo, pero afirmar que el abandono de niños constituía una práctica de regulación demográfica más flexible que el infanticidio directo ya que "allowed shifting of population from overcrowded to under populated areas; transformed potentially dangerous burden of hard-pressed families -or permanent shame to unwed mothers- into wellcome aditios to other families; removed superflous laborers and provided needed to ones at trainable ages: an afforded means to correct, to some extent, sexual imbalences within families or comunities" (p. 31), pasa del terreno del sarcasmo al del desatino y manifiesta un enorme desconocimiento de las condiciones demográficas que caracterizaban la antigüedad greco-romana. Aunque algunos filósofos, como Aristóteles (Pol. VII, 14, 10 ) prefirieran el aborto al infanticidio, no dejaban por ello de recomendar que se matase a los niños que nacieran deformados o enfermos, lo que dejaba siempre un margen ciertamente amplio de actuación al padre para decidir si el recién nacido debía vivir o no.

En cualquier caso, el aborto, aunque practicado, no era muy recomendado por los peligros que suponía para la vida de la madre, salvo que se realizase en las primeras semanas del embarazo en que el riesgo era menor, por lo que el abandono de los niños no deseados fue una práctica común a la que directamente podemos considerar una forma de infanticidio (Preus, 1975: 253 y 256).

Podemos considerar pues la expositio como un infanticidio inconcluso y de carácter encubierto o vergonzante. La ritualización no fue la forma comunmente empleada durante la Antiguedad mediterránea para enmascarar el infanticidio, reduciendo así los costos psicológieos y conductuales que genera en quienes, por efecto de las tensiones reproductivas y la presión demográfiea, se ven aboeados a ello. Pero, en cambio, ha sido muy utilizada en otros contextos historicos y culturales. Tal es el caso de las culturas complejas de la América prehispánica en donde, dejando al margen la propaganda negativa de los conquistadores, no es difícil encontrar evidencias concretas de infanticidios ritualizados, e incluso a los mismos sacerdotes comprando a las futuras víctimas a sus propias familias para ser luego inmoladas a las divinidades precolombinas de la lluvia (Preseott, 1972: 5457; Annequin, 1977: 163-167; Von Hagen, 1973: 168-170; Mareilly, 1977: 184-5; Tiemey, 1991).

Ello nos obliga necesariamente a ser cautos en nuestras apreciaciones, sobre todo cuando comprobamos que las élites sacerdotales, pese a que la ideología dominante propagaba los beneficios de una abundante familia, tuvieron en Mesopotamia desde bien pronto una clara visión de los riesgos propios de una demografía deseontrolada y de las medidas a tomar para evitarlos. Se advierte así en la épica de Atrahasis en conexión con el conocido tema del diluvio (Kilmer, 1972; ef.: Leiehty, 1971 y Moran, 1971: 56-9). Por otra parte, la presión demográfiea, por mucho que se hable del efecto negativo de epidemias, guerras, etc, sobre el crecimiento de la población, era un factor realmente presente (Angel, 1972: 99). Parece por tanto posible que en detemminados ambientes culturales del mundo antiguo, allí donde precisamente, como en Oriente, las élites sacerdotales ejercían mayor control e influencia, la ritualización del infanticidio haya podido ser considerada un medio más eficaz de asimilar conduetual y psicológicamente la necesidad de reeurrir a su práctica, que la simple negligencia o el abandono sin más, de los recién nacidos.


UNA REFLEXIÓN Y ALGUNOS DATOS SOBRE PRÁCTICAS INFANTICIDAS CONTEMPORÁNEAS EN SOCIEDADES INDUSTRIALIZADAS
J.M. García Campillo

Según Wiese y Daro (Current Trends in Child Abuse Reporting and Fatalities: The Result of the 1994 Annual Fifty State Survey. NCPCA. Chicago, 1995) durante el año 1994 se denunciaron 3.140.000 casos de maltrato y negligencia a menores ante las agencias del Servicio de Protección a la Infancia (CPS) en Estados Unidos. Estas denuncias permitieron comprobar al CPS que 1.036.000 menores norteamericanos sufrieron efectivamente malos tratos durante ese año, lo que equivale a una tasa del 47 por 1000. Ello tuvo como consecuencia, entre otras cosas, que 1.271 menores fallecieran en Estados Unidos.

De la información que aportaron aquellos estados norteamericanos que mantienen estadísticas al respecto, se desprende que el 88 % de los niños fallecidos por malos tratos y negligencia en 1994 tenían menos de cinco años de edad, y un 46 % eran menores de un año. Acerca de las causas de las muertes, el 42 % lo fueron por negligencia, el 54 % por maltrato físico directo o violencia y un 4 % por una combinación de ambos factores.

La lectura de esta fría estadística permite albergar pocas dudas acerca de la extensión universal y atemporal del fenómeno del infanticidio, independientemente de sus motivaciones y modalidades. Las prácticas y los casos que sobre esta cuestión hemos ilustrado en diferentes culturas y épocas (ver epígrafes anteriores) pueden ser percibidas como rarezas rituales, sucesos puntuales, comportamientos socio-religiosos desviados, respuestas ante las presiones productivas y reproductivas, o incluso, como análisis y apreciaciones erróneas o falseadas por parte de investigadores e informantes. Pero frente a los datos contemporáneos que sobre la violencia y la negligencia en el trato a los menores nos ofrecen periodistas, sociólogos, funcionarios, médicos y tribunales, no cabe dudar de su existencia, y, desde luego, sería absurdo suponer que se trata de una práctica ya desaparecida en las sociedades humanas.

Ciertamente se puede argüir, especialmente con vistas a conservar la tranquilidad, que las conductas infanticidas en la actual sociedad occidental son algo anecdótico y estadísticamente minoritario. Pero es que tal apreciación resulta igualmente válida para cualquier otro lugar y otro momento. Es evidente que los porcentajes en los que tenían lugar los hábitos de infanticidio y sacrificio infantil en las sociedades preindustriales eran también minoritarios, pues ninguna población hubiera prosperado en el caso contrario.

Ante los indicios y datos etnográficos, arqueológicos e históricos, el estudioso busca con naturalidad explicaciones y justificaciones, hipótesis que permitan entender esta parcela de la dinámica socioeconómica y cultural de las sociedades humanas pasadas o de las que resultan distantes del modo de vida y pensamiento occidentales. Pero ante las evidencias contemporáneas y próximas, lo que el estudioso debe hacer, con la misma naturalidad, es señalar posibles remedios, alternativas y soluciones, tras convenir en que el fenómeno del infanticidio, por más que pueda resultar natural, no es en modo alguno deseable.

Esta segunda tarea no puede acometerse en el seno de este estudio. Pero sí cabe aportar un pequeño conjunto de datos contemporáneos que permiten apreciar, de manera rotunda, que el problema del infanticidio en las sociedades pasadas cuenta con una fértil descendencia que llega hasta nuestros días. Así, las dimensiones histórica y antropológica del fenómeno, las cuales son objeto de explicación en este estudio, puedan quizá contribuir al entendimiento de su dinámica actual.

Nuestra actual sociedad conceptúa los casos de infanticidio en dos grandes categorías: malos tratos o abusos directos a menores, y negligencia, es decir, falta de los cuidados necesarios para el normal desarrollo o la supervivencia del niño. Actualmente, los casos de abandono o exposición del recién nacido son relativamente infrecuentes, y esta práctica, tan profusamente utilizada en siglos anteriores, puede decirse que hoy es estadísticamente irrelevante, al menos en España, gracias a las condiciones socioeconómicas, los métodos anticonceptivos, la posibilidad de abortar y, sobre todo, a los sistemas gubernamentales de protección y acogida; a este respecto, puede ser significativo señalar que, por ejemplo, durante el año 1999, un total de 65 niños fueron entregados por sus madres a la administración autonómica de la Comunidad de Madrid para que fueran adoptados.

Mucho más difíciles de erradicar son los malos tratos y la negligencia, que en muchas ocasiones conducen a la pérdida de la vida del menor, como se ilustraba más arriba en la estadística estadounidense. En nuestro país, a comienzos del año 2000, un informe del centro Reina Sofía para el Estudio de la Violencia estimaba que:

«...el 4,2 por ciento de los niños son víctimas de malos tratos en nuestro país y, en la inmensa mayoría de los casos, esta violencia se produce en el ámbito familiar. Sólo en el 10 por ciento de las ocasiones, el maltrato es causado por personas con problemas psicopatológicos o psiquiátricos. El 90 por ciento restante es obra de padres o cuidadores que, aparentemente, deberían ser tildados de normales» [Diario ABC, 6 de enero de 2000].

Es interesante conocer una estadística algo más precisa sobre malos tratos y negligencia a menores, referida al primer trimestre de 1999 en el territorio de la Comunidad Autónoma de Madrid. Según el resumen que del informe oficial apareció en la edición del 2 de mayo de 1999 del diario El País, los centros médicos del citado territorio interpusieron, durante esos tres meses, un total de 66 demandas a causa de otros tantos menores atendidos que presentaban signos de abandono o agresiones. De estas 66 denuncias, se constató que 11 casos correspondían a agresiones físicas, 13 a maltrato emocional, 13 a negligencia, y 4 a abusos sexuales, sin que se especificara nada sobre los restantes casos.

Durante ese mismo trimestre, el Instituto Madrileño del Menor y la Familia (IMMF) asumió un total de 250 tutelas de menores (figura jurídica de adopción a cargo de la Adminsitración que implica la pérdida de la patria potestad por parte de los padres o tutores del menor tutelado), así como 193 guardias y custodias (adopción sin pérdida de la patria potestad pero con separación del menor de sus padres o tutores). Las tutelas vinieron ocasionadas por trato inadecuado (50 % de los casos), incumplimiento del deber de protección (30 % ), y por imposibilidad de cumplir tal deber (20 %) (causada por la reclusión o la incapacidad por enfermedad de los padres); naturalmente, hay muchos casos de tutela ocasionados por una combinación de las anteriores causas. El informe señalaba que la figura de incumplimiento (abandono de los hijos) se da más por parte del padre, mientras que la de trato inadecuado o imposibilidad del deber de protección suele estar originada más comúnmente por las madres (aquí hay que suponer que el padre ya había abandonado la unidad familiar, o nunca se responsabilizó de ella).

Tras la lectura de estos datos, hay que pensar cuál habría sido la suerte de muchos de los menores afectados si la actual sociedad no hubiera dispuesto de mecanismos públicos para su protección; y hay que pensar también qué es lo que ha venido ocurriendo en siglos anteriores en el seno de nuestra propia cultura, antes de que las instituciones públicas y los tribunales orquestasen las actuaciones necesarias. Al igual que la institución familiar (sea ésta de las características que fueren), la práctica del infanticidio -en mayor o menor grado y de una u otra forma- es una constante en la historia de las sociedades humanas.

Por último, es conveniente, tal y como hemos realizado con otras culturas y otras épocas, ilustrar, siquiera someramente y a efectos de comparación, algunos de los casos de violencia y abandono de menores que han tenido lugar en nuestro entorno geográfico y temporal más inmediato. En el siguiente texto recogemos los titulares de las noticias relacionadas con esta problemática, aparecidas en los principales diarios españoles y que pudimos recuperar durante el período comprendido entre septiembre de 1999 y marzo de 2000:

[titulares de los artículos publicados en la prensa nacional sobre casos de infanticidio frustrado o consumado, ordenados cronológicamente]
« “UN NIÑO DE DOS AÑOS Y MEDIO MUERE EN VIGO A CAUSA DE LOS MALOS TRATOS QUE RECIBIÓ” [por parte de la madre y su compañero sentimental]. Diario La Vanguardia, 28-09-99.
“LA POLICÍA INVESTIGA LA MUERTE DE UN NIÑO CEUTÍ QUE PRESENTABA SIGNOS DE VIOLENCIA” [los padres estaban encarcelados y el niño vivía con otros miembros de la familia, que fueron detenidos]. Diario ABC, 30-10-99.
“DETENIDOS POR FRACTURARLE EL CRÁNEO A SU HIJO DE SIETE MESES” [en Valencia]. Diario El Mundo, 12-12-99.
“UNA NIÑA DE TRES AÑOS, ÚLTIMA VÍCTIMA DE LOS MALOS TRATOS” [en Almería; presentaba hematomas en glúteos, manos y espinillas; los padres fueron arrestados y puestos en libertad tras declarar]. Diario ABC, 14-12-99.
“LOCALIZADO EN UN VERTEDERO EL CADÁVER DEL NIÑO DE DIEZ AÑOS DESAPARECIDO EN LANZAROTE” [el excompañero de la madre se confesó autor de los hechos y pudo actuar por despecho tras su desaparición]. Diario La Vanguardia, 16-12-99.
“UNA NIÑA RECIÉN NACIDA, HALLADA CON SÍNTOMAS DE CONGELACIÓN EN UNA CARRETILLA DE OBRAS”. [en Madrid]. Diario ABC, 24-12-99.
“REDUCEN LA CONDENA A UNOS PADRES QUE PEGABAN A SU HIJA POR SU SITUACIÓN DE FUERTE MISERIA” [en Málaga; la niña, de nueve meses, sufrió lesiones, malos tratos y abandono]. Diario El Periódico de Catalunya, 6-1-2000.
“MUERE UN BEBÉ A CAUSA DE MALOS TRATOS EN LA LÍNEA” [sus padres fueron detenidos como presuntos autores de las agresiones; el bebé tenía cinco meses]. Diario El Mundo, 22-2-2000.
“UN JOVEN CANARIO ESTRANGULA A SU HIJA Y LUEGO SE QUITA LA VIDA” [la niña tenía dos años]. Diario ABC, 22-2-2000.
“UN PADRE SEPARADO MATA A TIROS A SUS DOS HIJAS DE CUATRO AÑOS EN GIRONA Y SE SUICIDA”. Diario El País, 14-3-2000.»

Los casos seleccionados sólo se refieren a la violencia o negligencia ejercidas contra los niños por sus propios progenitores, y se han excluido los casos conceptuados o denunciados como de abuso sexual, de los cuales apareció una engrosada nómina en la prensa española durante el periodo de seguimiento.



CONSIDERACIONES SOBRE EL INFANTICIDIO Y EL ABANDONO DE NIÑOS.
PASADO Y PRESENTE
R. Díaz Maderuelo

Aunque necesariamente fragmentarios, los datos etnohistóricos y etnográficos resultan tan variados que parece conveniente establecer una tipificación de las prácticas de infanticidio, porque ello puede arrojar luz sobre las motivaciones y al menos sobre las justificaciones que esgrimen algunos agentes sociales y las que proponen los investigadores que se han ocupado de estas cuestiones.

Si se acepta la tipología del infanticidio propuesta más atrás se pueden establecer algunos aspectos o variables contrapuestos que pueden ayudar a la comprensión de este fenómeno social:

• Infanticidio abierto o manifiesto, cuando la agresión, del tipo que sea, no es en modo alguno disimulada.

• Infanticidio encubierto, cuando la agresión es ocultada o disimulada

• Infanticidio preferencial, cuando actúa preferentemente sobre uno de los dos sexos, generalmente el femenino.

Una primera oposición destacable puede establecerse a partir de la valoración otorgada a los niños maltratados, descuidados, abandonados o asesinados en función de que sus cualidades físicas, mentales o morales, sean consideradas deseables o no, por parte del agente o los agentes del infanticidio. En el primer caso suele tratarse de prácticas clasificables como sacrificio infantil, que define una subcategoría del sacrificio humano. En segundo lugar se trata del infanticidio en sentido estricto

La segunda oposición significativa tiene que ver con el ámbito en que se produce la acción, que puede ser privado, o público. El maltrato y el descuido suelen ejercerse en ámbitos privados o íntimos, mientras que los rituales de sacrificio se realizan en espacios públicos o semipúblicos. En lo que concierne al ámbito privado de la acción de maltrato infantil, es evidente que la práctica implica para el autor de los mismos un cierto sentimiento de culpa que no logra, sin embargo, evitar la acción, pero que necesita ampararse en el ámbito de lo privado. Esto justifica el hecho de que en sociedades como la nuestra, donde el maltrato infantil es legalmente perseguido y socialmente detestado, son frecuentes los casos en que ante la falta de espacios suficientemente asilados, el agresor aumenta previamente el volumen de un receptor de radio o televisión para ocultar los gritos y el llanto del menor maltratado, Muy al contrario, en rituales públicos o semipúblicos de sacrificio no parece ser necesario ocultar los signos de dolor de la víctima, pues el sentimiento de culpa del oficiante no existe, o está muy atenuado, sin embargo también en estos casos suele evitarse la expresión de llantos y gritos por el empleo de sustancias que alteran la conciencia de la víctima y, frecuentemente, por el establecimiento de una distancia ritual entre ésta y los asistentes a la ceremonia que, entre otras cosas, evita la percepción nítida del dolor

El carácter individual o colectivo de la acción también ofrece una posibilidad de contrastar significativamente las prácticas infanticidas. La mayoría de los casos de maltrato en ámbitos privados parece tener un carácter individualizado. Por su parte, los sacrificios colectivos casi siempre se remiten al plano mítico o literario (eliminación de los primogénitos egipcios por intervención divina, matanza de los inocentes por imposición del poder político, etc.), pero no faltan testimonios de infanticidio grupal ritual en sociedades de la Antigüedad e incluso en la actualidad pueden documentarse casos de eliminación colectiva de menores abandonados, sea por intervención policial o por ajustes de cuentas entre bandas rivales de delincuentes.

Otras distinciones tienen que ver con la preferencia por uno u otro sexo en la práctica del infanticidio. En términos generales existe documentación referida a una mayor frecuencia en la eliminación de niñas, pero recientes estudios como el expuesto en el documento El maltrato infantil en México, muestran una preferencia por la eliminación de varones

Por otra parte, las justificaciones de infanticidio más interesantes para el antropológico son las que apelan a factores o causas mitológicas o mágicas, mediante las que se elabora toda una serie de prescripciones que se traducen en comportamientos perfectamente pautados y automáticos que conducen a provocar la muerte del bebé no deseado. Algunos investigadores han aceptado más o menos explícitamente estas consideraciones y sostienen que en diferentes sociedades aquellas criaturas deformes, enfermas, o portadoras de caracteres (signos) que les convierten en potencialmente peligrosos para el grupo, o simplemente no presentan las cualidades exigibles para cumplir el modelo humano considerado normal en esa sociedad, pueden eliminarse por cualquier procedimiento activo, (maltrato o asesinato), o pasivo, (negligencia o abandono). Entonces ¿por qué muchas veces los sujetos eliminados son precisamente quienes manifiestan en mayor grado las características mejor valoradas, como buena salud, hermosura, inteligencia, etc.? Existen argumentaciones que se inclinan a explicar estas prácticas revistiéndolas de una superestructura simbólica para justificar la eliminación en función de procesos rituales destinados a satisfacer las necesidades o los deseos de entidades sobrenaturales generadas en el propio contexto cultural donde dichas prácticas tienen lugar. En este caso la explicación de una selección de víctimas para el sacrificio, adornadas por cualidades deseables parece más lógica, pues resulta impensable que una deidad pueda satisfacerse con el sacrificio de lo deforme o lo enfermo.

De la “expositio” a los “niños de la calle”
Si en la Antigüedad el abandono era una manera frecuente de deshacerse de la infancia no deseada que, en su conjunto, venía a significar una forma de eliminación más o menos velada a través de la institución de la “expositio”, en las sociedades urbanas actuales el fenómeno del abandono se manifiesta en toda su crudeza por la presencia de niños que sobreviven a su suerte en buena parte de las grandes ciudades. Según datos del Dossier informativo de INFOMUNDI, (Servicio de Información y Documentación sobre los niños de la calle en el Tercer Mundo), creado por la ONG MEDICUS MUNDI en 1996, más de 100 millones de niños en el mundo actual viven en la calle. Esta situación es más frecuente en los países en vías de desarrollo, pero afecta también a países como Estados Unidos.

El fenómeno de los niños de la calle es característico del crecimiento urbano, especialmente por la pobreza de gran parte de la población, motivada por las desigualdades en la distribución de la renta, pero también se debe, en ocasiones, a las condiciones de extremada violencia intrafamiliar que obliga a los menores a escapar, cuando no son directamente expulsados o abandonados En la calle mendigan, rebuscan en basureros o realizan todo tipo de servicios, como vender bolsas de plástico, bolígrafos o chicles, limpiar parabrisas o botas, pero también roban y, al caer la noche, merodean cerca de los hoteles para ofrecer sus favores sexuales a turistas a cambio de dinero. Lo que obtienen lo gastan rápidamente en comida, tabaco, drogas o en el juego. No podría ser de otra forma por el elevado riesgo de ser robados por sus propios compañeros o incluso por la policía.

Se calcula que en Brasil hay como mínimo unos 200.000 niños de la calle. Por supuesto esta cifra no toma en consideración los menores que sobreviven en situación de extremada pobreza Las condiciones de existencia de los “meninos de rua) son el hambre, la violencia, las drogas, la prostitución, las detenciones y muchas veces la muerte violenta a manos de escuadrones de la muerte. La ONG brasileña Movimento Nacional de Meninos e Meninas de Rua (Movimiento Nacional de Niños y Niñas de la Calle) denuncia regularmente la muerte de numerosos de estos niños, a veces atropellados por automóviles y a veces a manos de particulares o incluso de agentes de la propia policía militar.

Según un estudio realizado por UNICEF-México más de 13.000 menores viven y trabajan en la calle sólo en Ciudad de México. El citado estudio señala que la cantidad de menores creció y el fenómeno se generalizó en toda la ciudad.

En Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua y Costa Rica miles de niños viven y trabajan en la calle. Se estima que sólo en la capital de Guatemala existen más de 5.000 niños de la calle, amenazados por la violencia de las fuerzas de seguridad. Y el fenómeno es similar en Colombia, Venezuela, y Ecuador

En Lima (Perú), sin contar los que viven habitualmente deambulando por las calles de la ciudad, un 40 por ciento de los niños que frecuentan colegios en zonas marginales de la ciudad, trabaja como vendedor en la calle.

Aunque el fenómeno tiene algunos rasgos diferenciales importantes, también se puede observar en ciudades con creciente desarrollo urbano, tanto en África, Ouagadougou, (Burkina Faso) y Accra (Ghana), como en Asia. Por ejemplo en Madrás (India) se estima que existen 45.000 niños de la calle, que se dedican, como es frecuente en el sur de Asia, a recoger basura, trabajo especialmente peligroso ya que expone a los críos a heridas, enfermedades cutáneas e intoxicaciones.

En Nepal existen más de 11.000 niños de la calle, en Vietnam unos 50.000 y en Camboya, un 20 por ciento de todos los mendigos son niños. En Filipinas existen unos 15.000 niños de la calle, aunque se estima que sólo en Manila suman más de 75.000. En China existen alrededor de 200.000 niños de la calle. Tailandia cuenta con 10.000 más, Esta cifra contrasta con los 100.000 menores dedicados a la prostitución en el mismo país. Esta actividad resulta particularmente peligrosa para el desarrollo de los menores y se ha desarrollado especialmente en algunas regiones por la demanda que supone el denominado “turismo sexual”

De acuerdo con los datos de un estudio elaborado por Naciones Unidas en 1991 en 10 ciudades (Alejandría, Bombay, El Cairo, Lusaka, Manila, México, Montreal, Río de Janeiro, Tegucigalpa y Toronto) los niños de la calle son a menudo víctimas de las "industrias del sexo", que los emplean en pornografía y prostitución. La OMS ha comprobado una incidencia creciente de VIH/sida entre los niños de la calle que son explotados sexualmente y ejercen la prostitución.

El sexo forzado es una realidad cotidiana para los niños de la calle en Kenia. Su indefensión frente a los mayores los expone a todo tipo de abusos. Tanto las niñas como los niños suelen sufrir agresiones sexuales contra las que prácticamente no pueden hacer nada. Para las niñas, entre seis y siete años, la violación en grupo puede ser incluso un rito obligado para ser aceptadas en una pandilla.

Como se ha señalado más arriba, en algunos países del sureste asiático, como Tailandia, la prostitución infantil abarca un sector mucho más grande de la población infantil. Hay diez veces más menores prostituidos que niños de la calle. Además de la violencia y el sexo forzoso, la iniciación en el consumo de drogas representa una forma de eliminación de población infantil en el mundo, esta vez inducida por el crimen organizado. La Organización Mundial de la Salud estima que una proporción importante de niños de la calle consume regularmente alcohol y otras drogas para contrarrestar su ansiedad, su dolor y evadirse de sus sufrimientos. Las sustancias más baratas y fáciles de obtener son el alcohol, el tabaco, el cannabis, el pegamento, los disolventes a base de tolueno y algunos fármacos. En los países andinos, los menores fuman cigarrillos con una mezcla de un derivado de la cocaína, denominado basuco, que resulta especialmente tóxico porque contiene los productos químicos utilizados para extraer la cocaína de la planta de coca.

La edad de consumo inicial es muy baja. Por ejemplo en México DF, se sitúa en torno a los 12 años, en Colombia y Bolivia, hacia los 8 años. El consumo de este tipo de drogas tiene serias consecuencias para los niños. La inhalación de cola industrial puede afectar a los pulmones, daños irreversibles en el cerebro y los riñones y un deterioro de la salud general. En Estados Unidos, donde el problema de los niños de la calle es también importante, el empleo del tolueno está controlado estrictamente, pero son precisamente dos empresas estadounidenses las que producen la cola vendida en Latinoamérica.


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