R. Díaz Maderuelo - J. M. García Campillo - C. G. Wagner - L. A. Ruiz Cabrero - V. Peña Romo - P. González Gutiérrez

Biología y cultura. Las causas "naturales" de la mortalidad infantil

L.A. Ruiz Cabrero - V. Peña - Carlos G. Wagner

1. Cultura y población: La problemática de la fertilidad.
Los arqueólogos, historiadores y antropólogos comparten el interés por el estudio de las sociedades y culturas humanas. Un elemento común a todas ellas lo constituye el factor demográfico, que si bien durante algún tiempo estuvo relegado de los estudios sobre las sociedades primitivas, antiguas o arcaicas, en la actualidad se considera como uno de los aspectos básicos que integran su conocimiento (Harris & Ross, 1991; Hassan, 1981; Polgar, 1972).

Como es bien sabido la curva demográfica de cualquier población se encuentra condicionada por las tasas de fertilidad y mortalidad. Ambas repercuten en el crecimiento o descenso de la misma, pero mientras que podemos, al menos, aproximarnos al conocimiento de las tasa de fertilidad (mediante el cálculo de la esperanza media de vida o la edad del matrimonio, debido a que el mayor número de hijos nacen dentro del núcleo familiar a pesar de las actividades extramatrimoniales (Hardesty, 1979, pág. 163), por poner un ejemplo), resulta mucho más problemática una evaluación de la mortalidad y sus causas, y a su vez dentro de los grupos de edades y sexos, especialmente de la mortalidad infantil y su incidencia en el conjunto de la mortandad de una sociedad dada. Afortunadamente diversas ciencias, entre ellas la Paleopatología (Angel, 1969; Reverte, 1990), cuentan con una panoplia cada vez mayor de técnicas y métodos que esperamos poder, algún día, aplicar para que contribuyan a resolver esta compleja problemática. Aún así, un buen número de obstáculos tienden a hacer nuestra labor más complicada.

Uno de ellos, y no el menos importante, con el que nos encontramos siempre que nos empeñemos en un análisis de las causas y la incidencia de la mortalidad infantil en contextos preindutriales, es la imposibilidad de establecer una cuantificación estadística, debido tanto a la falta de restos como de registros de los fallecimientos. Es una constante en la Antigüedad, y de otros periodos y culturas posteriores, matizada con muy pocas excepciones, la inexistencia de un espacio funerario propio para los niños que, sin embargo, están muy mal representados, sobre todo los de menor edad, en las necrópolis ocupadas por los adultos. Ello implica la existencia de fórmulas funerarias alternativas que no siempre permiten una fácil localización y evaluación de los restos, y simboliza al mismo tiempo una actitud hacia la infancia, sobre la que luego nos extenderemos, que es preciso comprender en sus más diversas manifestaciones, sino queremos resultar desorientados en nuestras pesquisas (uno de los ejemplos más característicos es el debate acerca del tofet en el Mediterráneo central y Cartago, el cual tiende a analizarse bajo la óptica de un cementerio específico de neonatos y no un área sacralizada en la que se practicaba de forma encubierta el infanticidio. Es del todo notorio la inexistencia de sepulturas de niños en edades comprendidas entre los 2 y los 14 años en la necrópolis de Cartago). De ahí la necesidad de contar con métodos y modelos alternativos.

2. El debate sobre la mortalidad infantil en la Antigüedad y los subyacentes ideológicos.
El conocimiento de la mortalidad infantil en sociedades y culturas primitivas o arcaicas recientes, que han sido objeto del estudio de campo, y por tanto de la observación directa de los etnólogos y antropólogos (aunque la labor de investigación puede verse mermada por la ocultación de datos por parte de la sociedad estudiada, o bien debido a una mala interpretación de los mismos por parte del etnólogo o antropólogo), puede aportar un marco en el que sea más asequible interpretar los escasos datos procedentes de todas aquellas otras sociedades y culturas del pasado que no han podido ser objeto de esta observación directa. Ello no nos permitirá, por supuesto, reconstruir sus tasas de mortalidad y la incidencia más concreta de la mortalidad infantil en ella, pero al menos lograremos una mejor comprensión de cómo se producía y a que tipo de causas obedecía la muerte de los niños, y en que forma afectaba al conjunto de la evolución demográfica. Quede ante todo claro que se trata de establecer una aproximación a una realidad dinámica frente a una percepción simplificadoramente estática.

Si la aproximación desde las sociedades preindustriales recientes al problema de la mortalidad infantil en las sociedades del pasado es sin duda necesaria, no se trata tan sólo de una cuestión estrictamente científica, sino que como siempre subyacen valoraciones más globales de carácter ideológico que influyen poderosamente en el resultado final. De tal forma que una parte significativa de los investigadores defienden la idea de que la mortalidad infantil obedece fundamentalmente a causas naturales sin que se produzca una intervención significativa de los agentes socio-culturales. Son aquellos que en el debate teórico en torno a la incidencia del infanticidio en tales contextos argumentan su inviabilidad, dado que la alta mortalidad biológica y la tendencia propia de cualquier sociedad a aumentar el número de sus miembros hacen su existencia indeseable (Engels, 1980; Ribichini, 1987; Simonetti, 1983; tesis generalmente avaladas por investigadores de corte filológico).

Por el contrario, otra parte no menos significativa de investigadores mantienen la posición contraria. De acuerdo con ella, el componente biológico de la alta mortalidad infantil de aquellas sociedades objeto de nuestra atención encierra, en parte, prácticas infanticidas enmascaradas como comportamientos culturales aparentemente inócuos. Así mismo, es importante atender a la definición que cada cultura hace de lo natural o biológico, ya que no necesariamente viene a coincidir con la nuestra:

... portentosos fetus exstinguimus, liberos quoque, si debiles monstrosique editi sunt, mergimus: nec ira, sed ratio est a sanis inutilia secernere (Seneca, De Ira I, 15.2).
’....matamos a los engendros; ahogamos incluso a los niños que nacen débiles y anormales. Pero no es la ira, sino la razón la que separa lo malo de lo bueno”.

Patologías que, por cierto, no quedan siempre bien establecidas.

Asumir la importancia del infanticidio y de cualquier otra práctica antinatalista no significa negar la incidencia de los factores biológicos (cuales quiera que sean) en la mortalidad infantil, incidencia que puede verse incrementada por comportamientos culturales no siempre admitidos como tales, ni afirmar que el infanticidio haya constituido siempre y en cualquier parte el componente definitivo de ésta; pero negarlo significa, por el contrario, asumir que las sociedades humanas permanecen indefensas ante la virulencia de lo biológico y que han carecido, a falta de medios técnicos y científicos eficaces, de la capacidad cultural para dar respuesta a las necesidades que se derivan de la relación entre el tamaño de la población y la capacidad de sustentación del medio en que residen.

Dicho de otro modo, cualquier estrategia cultural dirigida a incrementar o limitar el número de individuos obedece a un cálculo efectivo que se establece, de formas muy distintas, entre los recursos naturales disponibles y las necesidades de dicha sociedad, condicionadas al mismo tiempo por factores de índole social como son la distribución de la propiedad, la organización del trabajo, etc.

3. La interactuación entre cultura y biología: Una definición cultural de lo natural.
Los estudiosos de las sociedades del mundo antiguo pueden ofrecer numerosos ejemplos en los que actúa una definición cultural de lo biológico que ha sido utilizada frecuentemente para negar o minimizar la incidencia del infanticidio, así como de contextos en los que las presiones reproductivas han actuado en la dirección de estimular una actitud favorable hacia la práctica del infanticidio y otros comportamientos antinatalistas. No deja de resultar sintomático observar, por ejemplo, cual era la actitud en la antigüedad clásica ante la posibilidad de cometer infanticidio. Era siempre ésta una prerrogativa de la patria potestas ejercida por el padre, y debe destacarse en primer término que la medicina antigua parece haber hecho muy poco caso de la vida del recién nacido; a este respecto observemos cual era la definición de puericultura de Sorano, médico romano del siglo II: según él, es el arte de decidir “como reconocer al recién nacido digno de ser criado” (Gynaecia, II, 9-10); pregunta que el propio Hipócrates se hace de un modo natural “que niños convendría criar” (Acerca del feto de 8 meses, 10).

En segundo lugar, y desde el punto de vista jurídico, el infanticidio, cuando era cometido por la mujer, o el aborto, no eran castigados por atentar contra la vida del niño, sino por privar al padre de su derecho legítimo a la descendencia (Nardi, 1971) o al Estado, cuando es promotor de políticas natalistas, de un nuevo miembro para su sociedad siempre en consonancia con el rechazo de la obediencia expresa al marido pues es éste el que debe decidir sobre la vida o la muerte de los miembros del grupo familiar: “Si una mujer se provoca a sí misma un aborto (y) los cargos (y) las pruebas están en su contra, será empalada (y) no se le enterrará. Si se encubrió (?) a esa mujer cuando perdió el fruto de su vientre (y) no se informó al rey...” (Lerner, 1990, págs. 189-190, Leyes MesoAsirias 53).

Por lo tanto, la mentalidad antigua sobre el aborto, la contracepción y el infanticidio era muy distinta de la nuestra actual y desde la que pretendemos muchas veces explicar su problemática. Ello se advierte también en la posición de los filósofos que, si bien por lo general admiten y defienden que la procreación es el principal objetivo del matrimonio, mantienen al mismo tiempo la necesidad de una planificación familiar, salvo los estoicos tardíos que vivieron tiempos de despoblación y, por supuesto, los apologetas cristianos cuyas furiosas diatribas no constituyen solamente una muestra de su retórica contra el paganismo, sino la clara evidencia de que la gente seguía practicando diversas formas de control de la natalidad (Eyben, 1980-1981, págs. 62-74).

Todo ello define una sensibilidad hacia el niño muy distinta de la nuestra, que resulta por cierto históricamente muy reciente (DeMause, 1982, págs. 15s.), lo que contribuye también, si no se tiene debidamente en cuenta a entorpecer nuestra comprensión y nuestros análisis.

4. Cuando se está vivo: El acto social del nacimiento.
Una primera manifestación de la sensibilidad de los antiguos hacia el niño corresponde al momento en que se le reconoce como tal, esto es: cuando es considerado por primera vez socialmente. Dicho momento no coincide con el alumbramiento, caracterizado por el parto, sino por el reconocimiento paterno que implica su anuncio al resto de la comunidad. El nacimiento no era por tanto un hecho biológico sino social.

En el mundo hebreo los hijos no eran presentados en el templo hasta un mes después de su alumbramiento en el caso del primogénito (Números 18, 16), tras la circumcisión celebrada a los ocho días en un primer momento (Exodo 22, 28-29), más treinta y tres días para el resto de los hijos varones, y setenta y seis días tras dos semanas (tiempo este símil al guardado durante la menstruación) si era niña (Levítico, 12); o en el mundo romano se llevaba a cabo con su incorporación a la sociedad religiosa por medio de la celebración de la lustratio, a los ocho o nueve días después de su nacimiento con la imposición del praenomen. Entre ambos momentos se extiende un tiempo en el que el recién nacido carecía de existencia como tal, y en el que su supervivencia quedaba enteramente a disposición de la voluntad de sus progenitores, generalmente del padre. Es entonces cuando más fácil es que sea víctima del infanticidio, aunque no siempre se admita como tal, como ocurría con la exposición de niños tan extendida en el ámbito grecorromano (Glotz & Humbert, 1969).

Sin embargo, a pesar de ese reconocimiento inicial, la vida del niño, y sobre todo de la niña, no estaba a partir de entonces del todo libre de ser objeto de otras prácticas, a menudo encubiertas, pero no por ello menos nocivas para su supervivencia. Que las niñas eran las más expuestas se desprende del propio testimonio de nuestras fuentes. De entre todas, la mención de Posidipo no puede ser más elocuente:

“Un hijo es siempre criado, incluso si uno es pobre; una hija es expuesta, incluso si uno es rico”.
(Hermaphroditus, fr. 11 Kock).

Su seguridad, por tanto, no estaba totalmente garantizada hasta el momento mismo en que se convertía en un individuo socialmente útil (para un romano este momento llegaba a los 17 años cuando dejaba la toga pretexta y tomaba la viril, es decir, con el paso de la infancia a la vida pública (Suetonio, Augusto, 66: dies viriles togae).


5. Las causas "naturales" de la mortalidad infantil y la incidencia de los factores biológicos y patológicos.
Los límites imprecisos entre salud y enfermedad constituían uno de los factores de riesgo que podían actuar después del momento del reconocimiento inicial del niño. La escasa preocupación de la medicina antigua contribuía notablemente a ello. Como se ha afirmado en un estudio pormenorizado del tema: “La médicine de la première enfance semble bien la parente pauvre de la médicine antique. Aucun médicin ne semble s’y intéresser vraiment à fond” (Etienne, 1973, pág. 42).

Algunos, como Hipócrates, se contentan con proporcionar una lista muy incompleta de los males que pueden sobrevenir a los recién nacidos y a los niños sin prescribir ninguna acción terapeútica; otros, como Oribasio, van más lejos en su indiferencia y sólo se preocupan de la higiene y la dietética, sin ningún planteamiento terapeútico. Ello se inscribe en la sensibilidad general de los antiguos hacia los niños, caracterizada por la indiferencia, lo que explica que sus muertes sean a menudo tenidas en silencio contribuyendo a hacer más difícil para la demografía de la Antigüedad definir la incidencia de la mortalidad infantil.

Los cuidados diferenciales y la discriminación alimenticia contribuían, sobre todo en las niñas, a aumentar poderosamente tal riesgo. Es de sobra conocido que las sociedades patriarcales en la antigüedad veían en la figura del primogénito varón la proyección de la familia, y en la figura de las hembras nacidas un elemento digregador del patrimonio familiar, y en consecuencia de su fuente de alimentación. Esta queda reflejada en los templos mesopotámicos a través de un sistema de distribución, según el cual las raciones se repartían teniendo en cuenta el sexo, la edad, la posición social y el tipo de trabajo (Gelb, 1965), siendo el cabeza de familia el más beneficiado en sus raciones, manteniendo a las hembras sometidas a dietas menos nutritivas que las reservadas a los hombres y los muchachos, por lo que tenían una esperanza media de vida de 5 a 10 años inferior a la de los hombres (Harris & Ross, 1991, pág. 91).

Desde el momento del alumbramiento hasta el nacimiento como acto social, el niño quedaba expuesto no sólo a la posibilidad de un infanticidio más o menos directo, como ya hemos reflejado en el caso de la exposición o abandono, sino que otras causas consideradas ’naturales” encubrían comportamientos , conscientes o no, destinados a acabar con su vida. La creencia en demonios o potencias maléficas explicaban a menudo las misteriosas muertes de niños. Entre los asirios y babilonios el demonio Pazuzu atacaba a la mujer y al feto durante el estado de preñez avanzada o en el momento del parto.

No se debe descartar tampoco un elevado número de abortos naturales entre la población de la antigüedad, ya que éstos, y hasta las actuales mejoras sanitarias, suponían “hasta un 25% de los embarazos al cabo de cuatro semanas” (Harris & Ross, 1991, pág. 14), sin embargo no hay que obviar la supresión intencionada del niño en el momento del parto encubierta bajo la forma de un aborto natural. En Mesopotamia Lamashtu era una figura maléfica que atacaba al niño durante el periodo de impureza de la madre, el cual, como se ha observado para los semitas noroccidentales, variaba con un primer momento crítico para el niño antes de su circumcisión y un plazo de dos semanas para las niñas, y un posterior, pero también diferenciado periodo, en el que para la progenie de sexo femenino se establecía igualmente un espacio de tiempo más dilatado (Levítico, 12); cuya acción encubría tanto la posibilidad de una enfermedad por la que el niño rechazaba el alimento ofrecido por la madre, o el estrangulamiento o la asfixia de la criatura. Curiosamente la aparición de este tipo de demonios continuó dentro del mundo de tradición cristiana o musulmana (Lichty, 1971, pág. 24).

Por otro lado, en el resto del mundo antiguo, muchas de las enfermedades que afectaban a los niños eran atribuidas igualmente a la intervención de demonios. Ahora bien, las enfermedades epidémicas como el sarampión, la tos ferina, la varicela... (que en la actualidad atacan casi exclusivamente a la población infantil) no fueron suficientes para diezmar a la población, ya que las tasas elevadas de fertilidad reemplazaban inmediatamente con el nacimiento de nuevos individuos las pérdidas ocasionadas por las epidemias, y las respuestas a éstas dotaron a la poblacuión de elementos de inmunidad, quedando las infecciones estabilizadas en un periodo entre 120 a 150 años (McNeill, 1984, págs. 59-60).

La mayor incidencia de la mortalidad femenina incidía de forma directa en la tasa de fertilidad, y por tanto en el crecimiento de la población. Al igual que muchas sociedades preestatales, en el mundo antiguo existía un marcado sesgo en contra de las hembras en la practica del infanticidio. En una carta del siglo I antes de nuestra era, un futuro padre egipcio da las instrucciones precisas a su esposa:
ean polla pollwn tekhV, ean h(n) arsenon, ajeV, ean h(n) qhlea, ekbale (Papiro Oxy., IV, 744).

“Si como puede suceder, das a luz un hijo, consérvalo, si es mujer, abandónala”.

6. Desproporción por sexos: Una sospecha.
En el año 1961, Henri Vallois tabuló todos los fosiles prehistóricos excavados desde el pithecantropos hasta los pueblos mesolíticos, hallando una tasa de masculinidad de 148 varones por 100 mujeres (Vallois, 1961, pág. 225). La composición de las familias griegas también aportan datos sobre la desproporción por sexos, que hace pensar en una mayor incidencia de la mortalidad femenina en esta sociedad. De 600 familias a que se hace referencia en inscripciones del siglo II en Delfos, sólo un 1% criaban 2 hijas, aunque no era extraño la crianza de 2 hijos o incluso 3. Así mismo, de 79 familias que adquirieron la ciudadanía milesia entre los años 228 al 220 antes de nuestra era, el promedio de hijos era de 118 varones sobre 28 hembras (DeMause, 1982, pág. 49).


CONCLUSION:

Hay, como se ha visto, suficientes datos históricos, demográficos, ecológicos y antropológicos que indican que las elevadas tasas de mortalidad infantil detectadas y atribuídas en muchas ocasiones a causas naturales, ocultan en realidad, como ha ocurrido en otras épocas y otros lugares, la práctica del infanticidio, encubierto o no, o de conductas culturalmente pautadas con un claro objetivo antinatalista (Freeman, 1973; Harris, 1978: 61ss.; Wrigley, 1985: 44ss. y 125ss.; Harris y Ross, 1991: 83ss.). Sólo de esta fomma se puede llegar a entender la frecuente desproporción entre los grupos de edades y sexo a favor de los varones, cuando una documentación suficientemente amplia, como la que poseemos para Grecia, nos pemmite atisbar estos aspectos en el interior de una sociedad antigua.

Cuando dicha documentación, así como otra correspondiente al mundo antiguo, es analizada desde un enfoque teórico y unos criterios metodológicos pertinentes (Tam y Griffith, 1969: 74ss.; Angel, 1972: 100; Picard, 1982: 162ss.; Stager y Wolf, 1984; Pomeroy, 1987: 86; De Ste. Croix, 1988: 127; Lipinski, 1988: 159ss.; J. Carcopino, 1989: 110-11; Lemer, 1990: 141 y 296; Garmsey y Saller, 1991: 163ss.), tal realidad, por más que pueda ofender nuestras menetes y nuestros sentimientos, queda completamente confimada. La solución no estriba en ocultarla, sino en comprenderla en toda su dimensión y alcance.


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